Antología Crítica

1987

FAUSTINO F. ÁLVAREZ
La Nueva España
Oviedo, 22 de noviembre de 1987

Trigo, 1973.
Óleo/lienzo. 55 x 46 cm

Con sus cuadros, donde se respira el silencio, vuelve a exponer en Oviedo Manolo Linares, el pintor más personal que uno haya conocido porque lo conoce, de verdad, como persona. Ayer, mientras colgaban su exposición, estaba Linares en el centro de la galería mirando a las paredes que se iban poblando de sus pulsaciones con la mágica modestia de un creador en el salón de los espejos. De tal modo, forma Manolo Linares parte del paisaje de su infancia y su adolescencia, en Navelgas, que hubo de alejarse quinientos kilómetros de allí a Madrid, para poder habitar en el mundo de sus recuerdos. Fue algo voluntario: un exilio para exprimir las últimas gotas del limón de la nostalgia, o una inmolación para que, a medida que se va destruyendo la memoria, florezcan los sueños.

De algún modo, se trata de un pintor que nos obliga a comportarnos ante el paisaje asturiano del modo con que algunos norteamericanos analizan su último veraneo en España: ven en las diapositivas y en las fotografías aquello que, en la prisa o bajo el calor, apenas tuvieron tiempo para contemplar. A veces he dicho y he oído decir que “tal o cual paisaje se parece a un cuadro de Manolo Linares”, como si este hombre,  vestido de cordial y de sencillo, fuese de una época anterior a los colores de Asturias, y como si, a su manera silenciosa y humanísima, hubiese colaborado en la fábrica del mundo, sección de diseño, para que esta tierra sea como es,  para que estas playas muestren su aspecto de noviembre, y para que aquellos labradores se miren obsesivamente en el suelo, combado el esqueleto, como si les atrajese el olor del aceite terroso con que el campo ha sido pintado y recreado.

Campos de Naraval, 1974.
Óleo/lienzo. 43 x 50,5 cm

No sé si uno es de donde nace, de donde ama o de donde sueña, pero estoy seguro de que uno es de donde se emociona y, por eso, torpe para la crítica pictórica e incapaz de catalogar los movimientos artísticos como unas artificiosas oscilaciones del tiempo y de los gustos, puedo decir que tengo la mente poblada de cuadros de Linares, como una galería íntima, y muchas veces paseo entre ellos, y voy apartando con las manos a las gentes que se cruzan en ese fantástico camino. He recorrido al lado del pintor en ocasiones, trozos de la Asturias más dura, y vi cómo pintaba aquellas prodigiosas instantáneas, y nunca olvidaré un día, atravesando en lancha la cola del pantano de Grandas de Salime, cuando Manolo mojaba el pincel desde la embarcación e intentaba liberarse de los movimientos de la navegación; el resultado fue una acuarela limpia y sencilla, un retrato al minuto de aquellas aguas por las que, al lado nuestro y lentamente, las nubes se deslizaban como enormes acorazados. Otro día, en Tierra de Campos, hizo un apunte de un perro que cuidaba un rebaño de ovejas, y uno soñaba con que el pastor, cuando tuviera la lámina entre sus manos, se decidiese a ordenar: ¡lLadra!

Si hay quienes han nacido para la zozobra y quienes lo han hecho para la paz, Manolo Linares pertenece a este último grupo, y toda su pintura comunica la propia sencillez del pintor, como si estuviesen hechos de los mismos materiales. No pierdo la esperanza de que, algún día, uno de sus gloriosos campesinos solitarios se dedica a descender del lienzo, darle un abrazo a Linares, tomar los pinceles y decirle, señalándole el asiento de los modelos: “Ahora siéntese usted, maestro”. Maestro y amigo.

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