Antología Crítica

1992

FRANCISCO CARANTOÑA
Sala de Arte Tioda
Gijón, noviembre de 1992

Retrato de niña, 1980.
Carboncillo y sanguina. 62 x 48 cm

Retorna Manuel Linares con las luces y los espacios del occidente astur aprehendidas en sus lienzos, unas veces centrando la atención en las comarcas de montaña, sobre todo en el área de Navelgas (o en el Cuarto de los Valles, por usar una denominación ancestral) y en otras ocasiones recogiendo el impacto de la luz sobre los lugares de ribera, a orillas del mar, en el poniente del Principado.

En ambos casos Linares plantea un diálogo entre el espacio y las figuras que en el se destacan, diálogo definido por la separación. Los seres humanos no se funden con el telón de fondo, creado por el fluir de la luz; se concretan y se recortan en él como si Linares desease establecer un distanciamiento significativo entre el ámbito y quien lo perturba. Estamos ante lo contrario de la humanización de los escenarios naturales, o de la conversión del hombre en un complemento homologable con las rocas, los árboles o las modulaciones de la luz.

En ambos casos Linares plantea un diálogo entre el espacio y las figuras que en el se destacan, diálogo definido por la separación. Los seres humanos no se funden con el telón de fondo, creado por el fluir de la luz; se concretan y se recortan en él como si Linares desease establecer un distanciamiento significativo entre el ámbito y quien lo perturba. Estamos ante lo contrario de la humanización de los escenarios naturales, o de la conversión del hombre en un complemento homologable con las rocas, los árboles o las modulaciones de la luz.

El hombre, en estos cuadros de Linares, no forma parte del paisaje. Puede haber interrelaciones de labor, y cabe una resonancia entre la vibración de la luz y los estados de ánimo instantáneos, pero todo ello con una distinción de funciones y de esencialidades que se convierte en definición programática del pintor.

Venecia, 1981.
Óleo/lienzo. 63 x 52 cm

La Asturias pictórica de Linares es Linares mismo. La brusquedad o los matices sutiles corresponden en sus obras a las oscilaciones del discurso creador de un pintor que perfecciona o depura su técnica, sin que ello signifique un traslado a otra situación estética o espiritual.

Este Linares de ahora, maduro, complejo, que no ha desdibujado su montaraz condición, aunque haya enriquecido sus relaciones, entrando en la Europa transmontana y ampliando así los ámbitos donde su arte está presente, es el mismo de siempre; vinculado con los campesinos que aparecen en sus cuadros, no renuncia a la elocuencia de la aspereza, ni a las referencias primarias del barro convertido en olla, o de la madera transformada en engranaje pulido por el uso, o de las fantasmagorías de la luz aprisionada entre las nieblas, o de la epifanía del oro entre las arenas fluviales de su concejo...

Desde esa fidelidad, unas veces explícita en la temática y otras presente en el modo de concebir la acción de pintar, Linares nos toma de la mano y nos adentra en su pequeño y singular universo. Hay exposiciones que son un muestrario de teorías o de ocurrencias. Esta es todo lo contrario porque en ella predomina sobre todo la verdad de un modo de ser.

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